Esta viñeta de Mafalda es de las primeras cosas que veo cuando me levanto. Es la misma frase (la de la madre, claro) que me decía mi madre cuando era pequeña y me dejaba en casa mientras ella se iba a la compra. "No le abras a nadie, eh", me advertía antes de dejarme metida en cama o viendo una peli de dibujos que el día anterior habíamos cogido en el Carvídeo. Y yo, que para ser tan lista como Mafalda tendría que vivir diez veces, siempre le hice caso, incluso cuando el telefonillo era constantemente aporreado y sabía más que de sobra que el que estaba abajo no era el hombre del saco, sino mis amigas, que veían como se iba la mañana y yo aún no había bajado a montarla en la calle más poblada de criaturas de todo el pueblo. La recompensa valía la pena: un libro, que normalmente yo devoraba en el mismo día, a la espera ya de uno nuevo.
Ahora ya somos mayores (mi madre y yo), pero ella insiste con el mismo mensaje, aunque lo envuelva en diferentes formatos. Siempre me río de ella al ver como reacciona cuando llama a la puerta alguien que no le interesa o que simplemente desconoce, ya que, o bien pasa olímpicamente o, si no hay escapatoria, se hace pasar por la de la limpieza, que por supuesto no está autorizada a nada si no están los dueños en casa. Esta mañana sonó el timbre del telefonillo y a través de la cámara vi a una chica con una carpeta y cara de querer venderme la Enciclopedia británica por tomos, así que, siguiendo los sabios consejos de una madre ("no le abras a nadie"), decidí pasar de descolgar el auricular y de pulsar el botón azul de apertura. Y ahora que vuelvo a casa y me encuentro de frente con la mirada Mafalda no puedo dejar de preguntarme: ¿Y si era la felicidad?