La lluvia arrecia con fuerza tras la ventana y nos devuelve a la realidad. El otoño está aquí y el salitre y el sol que acariciaban mi piel hace tan sólo cuatro días son ya un espejismo. Empezamos nuevo curso, nuevo año en realidad. Como cada octubre. Volvemos a los pantalones, a los jerseys, a las botas y el abrigo grita al fondo del armario que ya le toca salir. Atrás quedan ya las mañanas luminosas, los días largos y tranquilos, las tardes de playa, las lecturas sin descanso, los viejos discos recuperados mientras esperamos por los nuevos y las horas muertas. Disfrutar de no hacer nada. Absolutamente nada. Sólo sentir el viento sobre la cara, gozar de la temperatura lusa desde la terraza, recuperar sonrisas ya olvidadas alrededor de unas cervezas y disfrutar de la mejor compañía al lado de una clara de limón. Ahora volvemos al agujero, a la moqueta con ácaros, a la luz de los tubos de neón, a la pantalla de ordenador, a las piscifactorías, a los residuos, al AVE, al urbanismo, a la gripe A y a la de verdad... Y empezamos de nuevo. Otra vez. Como cada octubre. Con otros once meses de trabajo por delante. Deseando (y esperando) que pequeñas cosas nos saquen de la rutina: libros esperando sobre la mesa, una cena entre amigos, Los Planetas a la vuelta de la esquina... y la esperanza de que lo bueno se vuelva a repetir.